A los pies de su emblemático castillo del siglo XV, Peñafiel cuenta su historia tradicional en su Plaza del Coso. En ella, la primera plaza mayor de España, sus 48 edificios son testigos de las tradiciones medievales que, aún hoy, son protagonistas en esta localidad vallisoletana.
Como la bajada del Ángel, cuando un niño de unos 4 años sale de una icónica burbuja para quitarle el velo del luto a la Virgen durante el Domingo de Resurrección, o las Fiestas de San Roque, durante las cuales el pueblo viste de fiesta su verano y celebra sus eventos taurinos.
Muy cerca de allí, poblada de los habitantes de Peñafiel y toda la Ribera, se encuentra el origen de Flor de Esgueva.
Se trata de una factoría con historia, donde la mayoría de sus profesionales llevan muchos años trabajando en su pasión: la elaboración artesanal del queso.
La aventura comienza cada mañana, cuando, por un lado, los ganaderos reconocidos de la zona traen su leche y miden, con un riguroso sistema, la calidad del lácteo para poder decidir si forma parte de la producción o no.
Tras eso, varios procesos siguen para conseguir el resultado deseado, con textura y sabor uniformes. La fábrica, por supuesto, huele a queso, pero también sabe a auténtica devoción, la ilusión es completamente audible y la calidad, el mimo con el que prueban los productos un equipo multidisciplinar cada mañana, completamente palpable.
Porque el buen saber de Peñafiel, con sus costumbres, su vida sencilla y ese carácter tan castellano, que tan bien interpretan en la singular Casa de la Ribera (donde teatralmente se conoce el estilo de vida de la zona de hace un siglo), va impregnado en cada queso.
Tal vez por esa razón nos encontramos con un producto inconfundible, por el que los mayores expertos gastronómicos dicen que no tiene competencia.